Hace diez años que crucé el charco. Luego
de tanta marcha con la cara pintada de verde y el puño en lo alto llegué con la
vergüenza de un desertor. Aprendí rápidamente que mi inglés de escuela pública y
de generales en la UPI no era tan bueno como pensaba, que molesting no equivale
a molestando y que la beca que me daba para vivir con modestia en la Calle
Humacao aquí no me daba ni para chuparme un limber. Durante mi primera clase de
maestría recibí como una bofetada en la cara la revelación de que no importaba lo
que fui, si no lo que era y en ese momento no era más que una estadística; un
punto en el porcentaje de minorías.
Intenté buscar refugio en la
comunidad local latina pero mi negación a bailar bachata en el Roxy y mi amor
por la nueva trova les hizo pensar que trataba de ser más boricua que Albizu.
Cambié el tapón del Expreso por el de la I-4 y la plaza del mercado por el
farmer’s market. En eso las burlas de ser flaca en una isla donde
se idolatran las curvas se transformaron en alabanzas por mi figura esbelta; paralelamente
las alabanzas por mi fluidez del habla
se transformaron en burlas por un acento áspero de recién salida del
barco. Disfruto de playas limpias faltas
de palmeras y hamacas, aceras impecables
que no conducen a la casa de un amigo, patios verdes a fuerza de irrigación,
brisas de aire acondicionado y montañas
solitarias de vertedero.
Cuando me ataca la nostalgia leo la sección
de comentarios del periódico donde sin falla alguien dice que Puerto Rico es la
isla del espanto. El insulto me hiere
como una apuñalada y a su vez me consuela con una artimaña que dice que aquí se
vive mejor. De forma inconsciente transformé mi casa en una remembranza de mi
isla. Un día desperté con un balcón de barandal, un flamboyán majestuoso al
centro del patio y amapolas y miramelindas adornando el jardín. Un
lugar que me transporta aunque sea por un segundo a ese campo que me vio nacer.
No niego los beneficios de esta diáspora puertorriqueña. Me ha permitido viajar
a lugares que jamás pensé poder visitar, caminar entre monjes tibetanos y subir
montañas con sherpas. Pero todavía hoy se me amarra la lengua cuando me
preguntan si creo que fue la mejor decisión. No lo sé y nunca lo sabré. Cómo
saber si era mejor o peor lo que me esperaba. Hoy en día se discute mucho en
los medios si es de valientes o de cobardes el marcharse. Las opiniones están divididas.
Ojalá tuviera la respuesta a esa interrogante; hay días en que me siento
cobarde y otros en que me siento valiente. Lo único que sé es que no importa cuántos
años pase todavía se extraña a la isla del encanto, a “los viejos de mi alma y
los hermanitos míos.”
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