Amanecí
con la lengua pará y sin pensarlo dos veces le envié una carta al Papa para
invitarlo a una cerveza. Después de todo él fue
portero de discoteca en su juventud y luego de tanta misa a quién no le
hace falta una fría. Lo invito para contarle sobre ese secreto a voces que
habita cada esquina del barrio. No soy miembro de la iglesia católica. Luego de
muchos años tratando de encajar colgué los guantes y me resigné a seguir un
sistema simple donde me esfuerzo en hacer, algunas veces con más éxito que
otras, aquello que me deja la conciencia tranquila y me permite dormir de
noche. Sin confesionarios ni misas de aguinaldo.
Pero no puedo negar que el Papa es una chulería
en pote. A quién no le agrada un Papa que sale en la portada de Rolling Stone,
se saca “selfies”, se
le escapa una mala palabra a mitad de misa y que le
abre las puertas del cielo a los ateos. Su labor papal y sus mensajes de
amor, tolerancia y compasión son dignos de admirar.
Ya sentados y con cerveza en mano voy a espepitar toda aquello que vi y
escuche durante mi niñez, entre misas de
domingo y clases de catecismo, esas cosas que no puedo decir sin que me hiervan
las orejas.
Hace poco el Papa le pidió disculpas a todas
las personas que fueron víctimas de abuso sexual por parte de sacerdotes. Pero
me pregunto: ¿no serían muchos de esos abusos
un secreto a voces?; ¿cuán culpables son aquellos que conociendo la
situación decidieron hacerse de la mirada larga?
Dándome una fría le contaría sobre mi barrio,
uno pequeño y humilde donde la iglesia era el centro de todo. En la iglesia
buscabas guía espiritual, te enterabas de los últimos bochinches, buscabas
novio, anunciabas nacimientos y te despedías de los muertos. Le diría sobre el ministro de la eucaristía que
todo el mundo decía que era medio extraño. De sus clases de catecismo los miércoles
en la noche y de cómo solo les daba “pon” a los varones del grupo. Le diría entre
sorbos de cerveza sobre ese día que llegue a la escuela y todos contaban como
el catequista les había enseñado a ponerse un condón y a masturbarse. Seguiría
con la historia de cómo cuando la mama de uno de los niños trató de reportarlo
a la policía los miembros de la administración de la iglesia le dieron una “visita”
tarde en la noche, al estilo Tony Soprano. Le contaría
como esa familia fue aislada y relegada tanto así que pasó mucho tiempo sin que se les viera la
cara.
También le contaría sobre la muchachita que era
la “tutelada” del cura. Como la familia de ella lo veía como un regalo
celestial. Un hombre con educación y prestigio. Pensaban que en algún momento dejaría
los votos, se casaría con la muchachita y le daría una buena vida. El la
buscaba para ir a pasear y “aconsejarla” y la regresaba a la casa ya tarde en
la noche. Le diría como esta relación, que era otro secreto a voces, comenzó cuando
ella todavía era menor de edad y terminó varios años más tarde como el rosario
de la aurora. Le contaría sobre el día
en que luego de una larga discusión el sacerdote se negó a dejar los votos y la
muchacha lo amenazó con reportarlo al Obispo. De cómo la muchacha llegó a la
casa con la cara hinchada, con golpes en el cuerpo y pasó semanas llorando
encerrada en el cuarto.
Son tantas las cosas que le quiero contar al
Papa. En momentos en que el Papa hace declaraciones sobre la complicidad de la iglesia
con curas pedófilos también se debe
analizar esa cultura del silencio y esa fe a ciegas donde los feligreses prefieren
hacerse los locos y mirar para el otro lado.
Así que aquí lo espero, la invitación está
abierta y las medallas están frías en la
nevera.
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